
Él hacia de pirata, y yo, con mi "doble fila" de dientes, de tiburón. Mi bocadillo de tocino, es decir, el postre que mi madre me preparaba con media torta de pan y veinte lonchas de tocino de un centímetro de grueso, era el tesoro que el pirata siempre arrebataba al Perro Inglés. La manzana que el médico ordenaba comer a mi abuelo después de la ensalada de lechuga, era el Perro Inglés. Mi abuelo la vencía con su espada, una navaja casera que él mismo había fabricado con un cuchillo roto sujeto con alambre de cobre a un palo de madera; la troceaba en mil pedazos y los arrojaba al tiburón por la borda de su "barco pirata", como llamábamos a la mecedora, en la que pasaba las horas en una calma chicha que terminaba invariablemente en una marejada de balanceos cuando, yo cómplice, le traía la botella de vino que mi abuela, capitana del galeón español "El Asqueroso de tu Abuelo", y beata aficionada a comulgar a todas horas huesos de santo con la sangre de Cristo, transportaba desde el Virreinato de Ultramarinos hasta la Patria del Imperio donde no se ponía el Sol nunca sin que encontrase yo la botella, más o menos llena, cada día.
Yo pensaba que mi abuelo era un pirata doblemente malo: No un parche, sino dos en forma de gafas de sol tapaban su ceguera diabética. Y no una, sino dos patas de palo hubiese necesitado para sustituir las amputadas en sus peores batallas navales, me refiero a la de Panzadas y a la de Cogorzas.
Una vez que enterraba el tesoro en su estómago y bebía el vino para celebrar la victoria, el viejo pirata llenaba su pipa de tabaco picado del Caribe (cubano, o eso decía él), lo encendía y comenzaba a echar humo como en un incendio forestal, y mirando directamente al sol exclamaba mientras se balanceaba como un loco ebrio de vino y gloria:
-¡Hase una note magnífica! ¡Lefulguen las estelas!¡La má se encabita como una mugué fogosa!¡El cacarón enemigo ade en lamas y naufaga!¿Qué má puede deseá un pigata?
Al oír esa especie de contraseña, yo, por arte de magia, dejaba de ser un tiburón, me quitaba su dentadura y decía: "¡Los piños! ¡Los piños!", imitando la voz carrasposa de un loro mientras le entregaba la dentadura al pirata, el cual, se la ajustaba y vocalizando de una manera más normal, cantaba:
El loro del pirata
se llama Cabrón
y le arrancó la pata
una bala de cañón.
Yo bailaba a la pata coja y movía los brazos como si volara, hasta que mi abuelo se cansaba de repetir el estribillo y de balancearse y se quedaba dormido.
Cuando mi abuelo cumplió la edad de noventa y cuatro años me dijo:
- Gambón (me llamaba así porque yo estaba muy gordo y colorado por herencia y cierta vergüenza crónica, ante el mundo y mis circunstancias, que aún hoy en día conservo), no segué goven etenamente. Es hoga de que te ensene mis sequetos.
- No güelo, ahoga no, tenemos que gugá a los pigatas.
- Vamos, Gambón, la dentaguga.
Me saqué la dentadura de la boca y se la devolví. Se la puso y comenzó a hablar con más claridad. Ese día me enseñó cómo se cazan grillos con una caña de pescar y una morcilla de cebo.Pero eso es otra historia.
(del blog Absurdilandia de Locuán)
Gracias por tu permiso para traer a mi casa esta pequeña maravilla que tanto me gusta, Locuán.
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