
El pasado viernes fue un dia especial. No porq mi rutina diaria se hiciera diferente, no. Me levanté a la misma hora de todos los viernes, tomé el mismo bus, trabajé en el mismo sitio... Claro q me ilusionaba ir ese finde a Alcalá (mi Alcalá, bordada de cigüeñas), me ilusionaba estar con mis hijos y con mis amigas, caminar por esas calles tan queridas, oler y ver y sentir eso q me fué cotidiano y ahora es tan puntual. Pero fue, sobre todo, un día para darle vueltas a la maquinica de pensar. Y le dí, le dí. Llegué a la conclusión de q, si tuviera un frasquito de ese elixir para olvidar q tanto he deseado, probablemente no lo probaría. Supe, sin lugar a dudas, q me gusta lo q soy; y eso no sería posible sin lo q fuí, sin lo q lloré, sin lo q perdí para poder ganar otras muchas cosas. Comprendí q, para apreciar la dulzura en toda su medida, es necesario haber tragado grandes dosis de vinagre y amargura. Me dí cuenta de q, pase lo q pase, siempre amanecerá mañana (claro, hasta el día q no y entonces no hay más q hablar), siempre hay gente q nos quiere pese a todo, siempre hay algo por lo q partirse la cara y el alma, siempre hay algo q olvidar y mucho para recordar con ternura. Sí, el viernes fué un día especial. Fué mi cumpleaños.