Entre gacetas y almanaques,
sentada a contraluz,
se atusa el pelo mi chica
y pone a la tarde
(y a las sábanas y los pájaros)
ojos de arrullo.
Dicen que lleva puntillas
y un marcapasos de cromo.
Cuenta dos años en España,
vino de la guerra (una de ellas)
y la desahuciaban,
por frágil,
los de la Seguridad Social.
Me da la prensa con una sonrisa
y me pregunta por mi padre muerto.
Imagino su marcapasos como una caja de música,
el soldadito de plomo y su bailarina,
uno al lado del otro,
esmalte de ojos,
tersura de labios,
el dogma del hueco y del latón.
Me dice que le duele la cadera
y que el tiempo,
herbolario caprichoso,
es una mudanza sutil.
Le dan pocos años de vida.
Muy pocos.
Pasó la juventud viendo caer bombas,
pero esboza una sonrisa y baila
(el dolor a contraluz una danza)
el tango grácil y liviano,
humo de escombro y colibrí,
y en la penumbra de caramelo,
diapasón invisible,
oigo,
diminuto,
el gong de su corazón.
Miguel Paz Cabanas
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