lunes, 13 de abril de 2020

El gorriaire




El chaval rondaba los doce años. Pero así de patilargo y sin fijarse mucho en su carita y en sus ojos, podría haber pasado por uno de diecisiete. 
La estación del tren era un bullebulle de adioses, de abrazos apretados, de deseo aplazado hasta la próxima visita. El andén estaba lleno de soldados que volvían al cuartel después del permiso y de novias que se quedarían, una vez más, esperando en casa, con el solo consuelo de las cartas manuscritas que llegaban y las que devolvían en respuesta, a veces con la tinta emborronada por alguna lágrima. 
Con el último abrazo, los soldados subían al tren. Mientras esperaban que arrancara, se asomaban a la ventanilla en un intento de prolongar el contacto con la novia llorosa que, desde el andén, sonreía sin poder apartar la húmeda mirada del rostro amado. 
Y entonces era cuando el chico, rápido como un rayo, le arrebataba la gorra al soldado que se había asomado más de la cuenta, en una ejecución perfecta del deporte de su invención denominado "gorriaire". 
Era, sin duda, un deporte de riesgo. Porque no solo había que llevarse la gorra. Había que sortear los pellizcos de las novias y la ira del soldado,  al que le esperaba el calabozo si llegaba sin el uniforme completo. Entonces, el muchacho devolvía la gorra. Y era tanta la gratitud de la chica, que de premio le daba un besito.
Han pasado cincuenta años. Y aún, a veces, el chaval puede sentir en la mejilla, como alas de mariposas volando en el recuerdo, el roce de aquellos besos.

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