martes, 22 de octubre de 2019

Vendo mi alma




Vine a venderla de saldo,
pero tras un regateo somero
recibí una oferta miserable:
media libra de recuerdos,
una foto trucada,
un algoritmo con la rúbrica de Dios.

No es que,
después de tantos años,
la tenga en gran estima
–a mi alma-,
pero he de admitir que,
haciendo balance,
aduce varios pretextos:
tardes de clérigos infames,
sinsabores tenaces,
la dulce agonía de la pubertad.

(Las almas vienen a ser como doncellas
acosadas en un templo
por seductores de postín).

Una vez,
vestida con andrajos
-hablo de mi alma-,
se paseó por el infierno de Dante
y se llevó entre bastidores
una decepción:
vio a tanta gente familiar,
a tanto discípulo afín,
que se incorporó un poco ofendida.

Intenté persuadirla de que,
pese al calor y las moscas,
no se estaba tan mal.

Ahora,
mientras la pesa un ángel en la balanza
-ni siquiera da para veintiún gramos-
advierto, con lucidez,
la magnitud de mi error:
hay un exceso de almas en el mundo
y ni siquiera el demonio las pondera.

Así que,
en esta víspera pura,
como quien empuja una llanta,
la arrastro por el campo,
con su cortejo de luciérnagas,
a dos kilómetros por hora.

Rueda sin afán,
con aire taciturno,
tropezando perezosa
con abedules enanos.

Diría que en este momento,
tupida de crisálidas,
parece
un pañuelo de batista.

Ah, mi alma,
con su olor a caramelo,
su suspiro leve
y sus ojos de roedor asustado:
quién me iba a decir que la vendería,
en este lunes sin proezas,
por una noche de saldo.


Miguel Paz Cabanas

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