No se si estaba herida, o cansada, o triste. Cuando la vi allí, en la ventana del viejo edificio de Trinitarios, me acerqué con cuidado a mirarla. No quería asustarla. Me observó sin asombro, sin curiosidad. Yo le pregunté, bajito, si se encontraba bien, por esta manía mía de hablar con cualquier ser, vivo o aparentemente no, que percibo necesitado. Ella me miró sin miedo. Me pareció que solo buscaba descansar en su refugio, reposar quizás de la primavera, de la ciudad, de la vida. Me tomé la libertad de hacer esta foto, para recordar que, ni siquiera tener alas te hace inmune a las cosas que no te dejan volar. Y seguí mi camino, pensando en ella.
sábado, 31 de mayo de 2025
viernes, 30 de mayo de 2025
Posibilidades
domingo, 18 de mayo de 2025
Dieciocho de mayo
Por la mañana, temprano, supe que aquel dolor anunciaba, por fin, el momento. Las contracciones no eran frecuentes, así que, tranquilamente, recogí la ropa seca de las cuerdas, la doblé y la guardé. Aquello iba rápido. Me metí al baño a darme una ducha, y mi hijo de tres años y medio, como tantas otras veces, dijo que se duchaba conmigo. Cuando llegaba el dolor fuerte, yo resoplaba respirando, tal como me habían enseñado, y él resoplaba conmigo, y me daba la risa, y el ejercicio me parece que perdía mucha eficacia.
La bolsa del hospital ya estaba preparada desde tiempo atrás. Llegamos a la casa de mis padres, donde íbamos a dejar a Diego mientras yo andaba ocupada en lo mío, y mi padre, sin decir nada, cogió su chaqueta y se metió en el coche con nosotros. No pidió opinión ni permiso, solo vino. Recuerdo la emoción de mi yaya, con lágrimas en sus ojos, mientras me despedía y me deseaba una horica corta. Y la seriedad de mi madre, callada.
Cuando llegamos al hospital, la puerta de mi cuerpo ya estaba bastante abierta. Aún así estuve en una sala con otras mujeres, poco tiempo por fortuna, porque alguna gritaba mucho y yo no decía ni una palabra, y todo eso me resultaba más perturbador que mi propio dolor.
Mi parto fue una clase práctica de obstetricia: el paritorio estaba lleno de estudiantes, con el médico explicando cada maniobra que hacía. En realidad, me importaban poco tantos espectadores. Yo estaba a lo mío, a respirar, a hacer ese trabajo de la mejor manera.
No tardó en asomar la cabeza. En un tiempo sin epidural, el momento de la expulsión era el más liberador, el más sencillo.
Y allí estaba Diana. Magnífica y lustrosa, con los ojitos abiertos a un mundo por conocer, sanita, completa, perfecta. Volví a sentir el vacío de mi vientre desocupado, y una especie de miedo ante la incertidumbre de esa vida nueva que había salido de mi; la revolución loca de mis hormonas y el tremendo cansancio.
Pido a quien corresponda no olvidar nunca todo esto, porque recuerdos como este me hacen sentir de nuevo el momento, y está lleno de belleza.
Hoy hace cuarenta años de eso. Felicidades, hija.
miércoles, 14 de mayo de 2025
Tiempo de celindas
Hacia finales de curso, cuando la primavera mordía con su calor, una tapia grande, camino del cole, se cuajaba de celindas. Cada día, a la salida de clase, camino a casa, durante un tramo me acompañaba el aroma sutil y penetrante de las pequeñas flores, tan perfectas en sus pétalos de nieve, tan atrevidas con el amarillo de sus estambres. Había muchísimas y no me sentía una ladrona si arrebataba alguna a la pared, y así podía olerlas cuando dejaba atrás la tapia.
Tantos años después, cerca de mi casa de ahora, crece un arbusto de celindas. Esta vez sí me sentí un poco delincuente al robar tres florecillas, porque esa fragancia me devolvió a otro tiempo, a la persona que fui, a la niña que crecía sin saberlo, y no me pude resistir al delito. Las puse en un vasito con agua. Durante dos o tres días, me siguieron regalando su aroma. Me recordaron, de manera precisa, lo frágil que puede ser el recuerdo, y lo fuerte que permanece en la mente un olor, una sensación, una emoción. Tan presente, aún, en el tiempo de celindas.