Hacia finales de curso, cuando la primavera mordía con su calor, una tapia grande, camino del cole, se cuajaba de celindas. Cada día, a la salida de clase, camino a casa, durante un tramo me acompañaba el aroma sutil y penetrante de las pequeñas flores, tan perfectas en sus pétalos de nieve, tan atrevidas con el amarillo de sus estambres. Había muchísimas y no me sentía una ladrona si arrebataba alguna a la pared, y así podía olerlas cuando dejaba atrás la tapia.
Tantos años después, cerca de mi casa de ahora, crece un arbusto de celindas. Esta vez sí me sentí un poco delincuente al robar tres florecillas, porque esa fragancia me devolvió a otro tiempo, a la persona que fui, a la niña que crecía sin saberlo, y no me pude resistir al delito. Las puse en un vasito con agua. Durante dos o tres días, me siguieron regalando su aroma. Me recordaron, de manera precisa, lo frágil que puede ser el recuerdo, y lo fuerte que permanece en la mente un olor, una sensación, una emoción. Tan presente, aún, en el tiempo de celindas.
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